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La toma de la Alhóndiga:

Diálogo hasta la muerte

Por: @periodistafrg

El tiempo parecía detenerse en esa mañana inusual del 28 de septiembre de 1810: miles de ojos observan a detalle la entrada de dos jinetes, uno de ellos con un papel en mano. Los acompañan dos dragones y dos indios lanceros. José Mariano Abasolo observó desde la entrada a la ciudad sitios de defensa armada, lugares para el ataque, concluyendo, quizá, que el enemigo estaba listo para la guerra, sobre todo, cuando vio atrincherada la Alhóndiga. Aquí no habría rendición. … Don Mariano, deja al hombre correo y regresa para el parte preliminar a Hidalgo. Abajo, un oficial realista le vendó los ojos al enviado insurgente para introducirlo al interior de la Alhóndiga de Granaditas. Portaba el papel firmado por el cura Hidalgo en el que se pedía al intendente Juan Antonio Riaño la rendición de la plaza.

 

El hombre, una vez vendado los ojos con varios nudos, da un apretón de mano al pliego y endurece el rostro. El teniente coronel de los insurgentes D. Ignacio Camargo camina con dificultad en el empedrado y ya en el interior se quita con fuerza la venda, demostrando aplomo, arrojo y oculta su sorpresa al ver una multitud de hombres europeos que, desde el 25 de ese mes de septiembre se habían refugiado allí, en donde también se encontraban resguardados ya el oro, ya la plata, miles de alhajas, provisiones de harinas, maíz, por órdenes del propio Riaño. Horas antes esta medida despertó el enojo de campesinos, habitantes y mineros de Guanajuato que se sintieron traicionados y aún de los propios criollos y de las autoridades municipales. En sus cálculos, Riaño resistiría en tanto llegara el apoyo del general Félix María Calleja.

 

En las calles y en los cerros, hombres pobres armados con palos y piedras e instrumentos de labranza y minería esperaban el desenlace aunque por esos últimos acontecimientos se contagiaba el espíritu de libertad propalado por el sacerdote Miguel Hidalgo y Costilla. El pueblo siempre estuvo con el cura y Riaño también lo supo. El intendente, presionado en el exterior por la muchedumbre porque los había dejado solos, expuestos al ataque insurgente y muertos de hambre y, presionado al interior por los europeos que exigían les garantizara la vida a ellos y a sus familias así como sus fortunas, no quiere compartir responsabilidad única y manda llamar a todos los extranjeros y a los oficiales de tropa que se encontraban en el interior de la Alhóndiga e hizo que el mensajero del cura Hidalgo leyera el correo en voz alta: Es Don Ignacio Camargo, seguro, quien extiende el papel y con su voz de enojo, fiel al momento, da la advertencia sin titubeos:

 

“Que el numeroso Ejército que comandaba Hidalgo lo había aclamado en los campos de Celaya Capitán General de América, y que aquella ciudad, con su Ayuntamiento, lo había reconocido por tal, y se hallaba autorizado bastantemente para proclamar la independencia que tenía meditada; porque siéndole para esto, obstáculos los europeos, le era indispensable recoger á cuantos existían en el reino, y confiscar sus bienes; y así, le prevenía se diese por arrestado con todos los que le acompañan, a quienes trataría con el mejor decoro, y de lo contrario entraría con su Ejército a viva fuerza, sufriendo el rigor de la guerra”.

 

Al calce del oficio decía al intendente, que “la amistad que le había profesado le hacía ofrecerle un asilo seguro para su familia en un evento desgraciado”.

… Eran los días de los inicios del otoño, entre aires frescos e intensos rayos del sol. Con claros en los cielos azules y con nubosidad que de momento oscurecía zonas de la ciudad. En las afueras de Guanajuato estaba el cura Hidalgo, vestido con falda larga y de color negro, hablando detalles con José Mariano Abasolo, y a un lado Ignacio Allende. En ese momento todos sus seguidores de la insurgencia y los líderes estaban listos para el ataque, confiados: días atrás, habían recorrido casi 300 kilómetros y no se registró un solo enfrentamiento. Por el contrario, la causa insurgente en su mejor momento obteniendo legua a legua la sumatoria de gente.

 

Una vez leída la advertencia el teniente Ignacio C. enrolla y guarda el mensaje, simulando que todo está dicho y los presentes allí, voltean hacia donde se encontraba el intendente Juan Antonio Riaño, quien, camina unos pasos, como acercándose al grupo de europeos y oficiales y, entre Camargo, que atento está para llevar la respuesta puntual a Hidalgo. Riaño respira profundo y alzando la voz, matiza su mensaje: “Señores, ya ustedes han oído lo que dice el cura Hidalgo; trae mucha gente, e ignoramos su número, como también si trae artillería, en cuyo caso es imposible defendernos... Yo no tengo temor ninguno, pues estoy pronto á perder la vida en compañía de ustedes; pero no quiero crean intento sacrificarlos a mis particulares ideas. Ustedes me dirán las suyas que estoy pronto a seguirlas”. Después del profundo silencio, los ojos de los portadores de la negociación, Camargo y Riaño, clavan sus miradas en los primeros que comienzan a hablar: retador, se escucha el grito “No hay que rendirse. . .vencer o morir”, lo que despertó más gritos de apoyo. El intendente entendió el mensaje de los europeos presentes y, para concluir la sesión, expresó:

 

“No reconocemos otro capitán General que al Virrey D. Francisco Javier Venegas.”

Camargo, con la diplomacia del caso, abandona la Alhóndiga y va a rendir el parte final al cura Hidalgo. Poco antes de que el correo llegara ante su general, Hidalgo, Allende, Jiménez y el propio Abasolo y la muchedumbre vieron a lo lejos a un soldado realista colocar en la parte alta del palacio de maíz la bandera de guerra... un suspiro colectivo pareció esparcirse por doquier: mucha sangre correría y solamente faltaban unos minutos para que comenzara el ataque y la defensa.

 

En el interior, el intendente Riaño colocó la tropa en las trincheras, y el resto con los europeos: parte en la plazoleta de la Alhóndiga, y parte en la azotea. También formó la caballería dentro de las trincheras, distribuyó las municiones, todos, hasta algunos sacerdotes, en espera del ataque … solo la espera.

 

Habló también con su hijo, le delegó tarea y le dio su bendición.

En los cerros cercanos a la Alhóndiga los pobres ya estaban provistos de piedras y palos. Piedras, las más. Incluso hubo proveedores de piedras. Gentes que acercaban piedras a los tiradores con honda y a mano. Otros quebrando piedras. Como un espectáculo nunca visto, irrepetible, Don Miguel Hidalgo entra a la cabeza del contingente, portando el estandarte de la Virgen de Guadalupe y del Arcángel San Miguel que se bordó días atrás por las hermanas de los Aldama…. Era una marcha triunfal.

 

Era la una de la tarde. Historiadores como Francisco Antúnez Echegaray describen aquello como una turba confusa de muchos indios honderos, flecheros y garroteros. Otros con lanza y machete y muy pocos con fusiles. A ellos se les unieron los mineros, en especial de la Valencia, motivados por D. Casimiro Chowell, quien se cree que estaba de antemano de acuerdo con Hidalgo.

 

Por algunas ventanillas de la Alhóndiga los españoles fueron los primeros en hacer fuego y, de inmediato, cayeron muertos tres indios. Y visto esto por el Ejército Insurgente se divide en dos trozos: hombres a pie y a caballo toman detrás de Pardo para subir al cerro de San Miguel, bajando los primeros por el punto que llaman el Venado, y los segundos por la calzada Las Carreras. El otro trozo de a pie tomó por detrás la Hacienda de Las Flores, para subir al Cerro del Cuarto. El contraataque de los insurgentes fue una lluvia de piedras, tanto que a los pocos minutos los patios de la Alhóndiga formaron un tapiz que logró enorme desconcierto al interior, en la que se encontraban familias europeas abrazadas, llorando, orando. La segunda acción de los insurgentes fue liberar a los presos de delitos menores y a más de 50 criminales, todos ellos corriendo hacia el edificio resguardado.

 

A los treinta minutos de fuego, ataques con piedras y hondas y flechas, las trincheras estaban llenas de muertos y la caballería de españoles quedó descubierta y, en el griterío, los corajes, entre heridos de muerte, entre ríos de sangre, se escucha desde el interior de la Alhóndiga la retirada y pocos soldados se repliegan. De un vistazo Riaño ve que el centinela ha abandonado su puesto y su fusil. Él lo toma y comienza a disparar. A lo lejos, sin que el intendente se diera cuanta, un cabo de Celaya lo ve derribando indios, se coloca en posición de disparo, lo pone en su mira y, su bala entra en el ojo izquierdo del defensor Riaño y, la misma bala descalabra a un cabo del batallón de Guanajuato que estaba a sus espaldas.

 

De inmediato los soldados que estaban a su alrededor recogieron su cadáver y lo colocaron en el cuarto número dos: allí, aferrado a su cuerpo, su hijo Gilberto Riaño lloró y tomó la pistola para matarse, pero los que lo acompañaban ofrecieron ponerlo en el frente para que se vengara y morir con dignidad.

 

El pánico estaba en todos los cuartos de la Alhóndiga. Los presentes ya no querían fortunas sino salvar sus vidas. Muerto Riaño se cerró la Alhóndiga y los insurgentes con Hidalgo al frente intentaban por todos los medios posibles penetrar al edificio, haciendo barrenos o tratando de escalar... Es en este momento, cercano a las dos de la tarde, cuando emerge la figura del Pípila, de Juan José de los Reyes Martínez, quien con una loza a la espalda y reata al pecho y antorcha encendida se acerca a la puerta principal para incendiarla, a petición de Hidalgo.

 

Cercano El Pípila a la entrada, muchos españoles se gritan rendidos, unos más arrojan monedas a los atacantes; otros abandonan las armas. El desorden y la confusión se apoderó de los defensores, y alguien, a gatas, izó, demasiado tarde, la bandera de la paz, pero el hecho no fue observado por algunos españoles que, lo mismo que Gilberto Riaño, seguían atacando, lo que enfureció a la masa que, al unísono, gritó: “traición, traición”, y se unieron al esfuerzo de El Pípila.

 

Más indios, más pípilas se sumaron a la puerta principal, acercando ocote y más brea … la puerta tardaría en convertirse en cenizas hora y media. Y ya, con los insurgentes adentro, indios, mineros, campesinos, y pueblo en general tuvo de rodillas a soldados realistas, a gachupines y a sacerdotes, quienes pedían clemencia en medio de súplicas y de lágrimas, atención que no fue atendida: se comenzó a matar a cuanto se encontraba. No hubo salida ni escapatoria. Muchos eran rematados con lanzas, otros ahorcados con hondas. Eran pisoteados y las ropas de los moribundos europeos eran desprendidas a tirones.

 

Cinco de la tarde. Cuatro horas de batalla sangrienta había terminado Según los partes murieron ciento cinco españoles y un número similar de soldados del batallón. De los indios murieron muchos y fueron enterrados durante la noche pegado al rio. Al otro día se enterraron otros cincuenta hombres en la parroquia y unos más en San Sebastián. Cadáveres que quedaron alrededor de la Alhóndiga eran arrastrados hasta el camposanto de Belén. Y mientras esto pasaba en los alrededores de este edificio se generó una turba incansable que saqueó las tiendas de ropa, haciendas de plata y el libertinaje prosiguió hasta la madruga de aquel sábado.

 

Los primeros rayos del sol de ese 29 de septiembre, con un aire fresco y con olores irreconocibles, Guanajuato amaneció distinto: unas cuarenta tiendas ya no estaban. Los indios comían dulces, otros vendían valiosas piezas como baratijas. Miles y miles contaban cada quien su historia. Y, Apaciguado aquello el cura Hidalgo en su caballo negro y su catre en ancas se dirigió al cuartel de San Pedro, mientras que el cadáver del intendente Riaño estuvo dos días expuesto a la mofa de los vencedores. 

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